Cómo acceder a tu primera vivienda

miércoles, 16 de febrero de 2011

Especial para La Nación por Martín Lousteau

La semana pasada la presidente del Brasil Dilma Rousseff anunció una reducción de gastos de nada menos que US$ 30.000 millones, lo que equivale al 7% de las erogaciones del gobierno central. El motivo fue explicitado: una presión inflacionaria que estaba llevando el ritmo de aumento de precios por encima de la meta del 4,5% anual fijada.

No hace falta aclarar que Rousseff es la heredera de Lula y miembro histórico del PT, Partido de los Trabajadores. Aún así, optó por una medida que podría rápidamente catalogarse como un "ajuste".

En general en la región -pero mucho más en nuestro país- dicha palabra trae reminiscencias de los 90. Sin embargo, su interpretación debe estar supeditada al contexto. Así como hay restricciones que son negativas, otras son claramente beneficiosas. Si alguien está obeso deberá "ajustar" su dieta. Ello nos parecerá tan razonable y saludable como indignante que otros no puedan acceder a los nutrientes básicos. Lo mismo podría decirse de la desafortunada expresión "enfriar la economía": suena mal porque venimos de la glaciación de 2001. Pero cuando un automóvil recalienta porque se lo está llevando a una marcha muy forzada, es preciso levantar el pie del acelerador para preservarlo.

La economía, como un sistema complejo, guarda similitudes con los ejemplos anteriores. De lo que se trata es de cuidarla para que funcione al mayor ritmo posible pero de manera sostenible. Esa es la única manera de lograr mejoras continuas, sin crisis y que alcancen a la totalidad de la población. Esta visión se halla bien alejada de la de aquellos ajustes que, por lecturas parciales y erróneas de la realidad, nos llevaron al raquitismo hace apenas diez años.

Gran parte de América latina parece haber entendido estas lecciones: con un crecimiento promedio del 6%, ningún país tuvo una inflación superior al 7%. Salvo, claro, Venezuela y la Argentina que prácticamente cuadruplicaron esa marca.

Desde esta columna nos hemos ocupado de varios efectos nocivos de la inflación. Por el aumento de precios, la pobreza y la indigencia ya retornaron a los niveles previos a la implementación de la Asignación Universal por Hijo. En el ámbito de la igualdad también se comenzó a perder terreno: mientras aquellos con trabajo formal obtienen aumentos salariales a un ritmo cercano al de la inflación, quienes están en la informalidad o desempleados quedan cada vez a mayor distancia del resto.

La incertidumbre provocada por la inflación tiende a generar un nivel de inversión muy por debajo de su potencial, tanto cuantitativa como cualitativamente. Y con un tipo de cambio nominal fijo, el aumento de precios domésticos nos hace perder competitividad a un ritmo acelerado, lo cual afecta el proceso de industrialización y erosiona un pilar de la configuración macroeconómica actual: los superávit comercial y de cuenta corriente.

Pero hay muchos más impactos que afectan nuestras posibilidades de vivir mejor. La inflación, por ejemplo, también dificulta el acceso a la vivienda. Y no es sólo porque el sistema financiero se torna reticente a prestar a largo plazo. Con un costo financiero total del 20% anual (al cual de todas maneras las entidades privadas prácticamente no quieren dar préstamos para la vivienda), un crédito de 300.000 pesos a veinte años conlleva una cuota de $ 4850 por mes. Para que la cobertura de la misma sea equivalente al 30% del salario se requieren más de $ 16.000 de ingresos mensuales. Ello ocurre porque los bancos exigen que tus ingresos de hoy alcancen para cubrir mensualmente el capital más todos los intereses, que totalizan $ 1.080.000. Como ves, tan sólo de intereses deberás abonar $ 780.000, lo cual muestra la importancia de dicha variable.

En Chile y en Uruguay -que además cuentan con mecanismos de indexación- la tasa de interés que determina el nivel de salario requerido es actualmente una tercera parte que en la Argentina. En Perú es de menos de la mitad, y en México y Brasil es el 60% de nuestro valor.

Con estándares como el chileno o el uruguayo, la cuota para el mismo crédito equivaldría a $ 2050 y el ingreso mínimo solicitado no llegaría a $ 7000. Ello sólo haría que aproximadamente un millón de familias en nuestro país pudieran adquirir su vivienda. No es de extrañar que, dadas estas condiciones, el tamaño del mercado hipotecario sea quince veces mayor en nuestro vecino trasandino que aquí.

Por ello, si lo que querés es poder acceder a tu primera vivienda, permitime un consejo. En lugar de esperar más créditos inviables, que se anuncian como mágicos y desaparecen luego casi de igual manera, mirá alrededor y exigí que el combate serio a la inflación sea parte de una agenda amplia de desarrollo. De todos y para todos.

Fuente: La Nación